Siempre que me entero de un ataque terrorista, la carne me tiembla y la piel se me eriza. Ya sea en las Torres Gemelas de Nueva York, una estación del tren en Londres, un tren en movimiento en Madrid, un teatro en Moscú, o un hotel en Bali, la tripa se me revuelve y me brotan las lágrimas al pensar en las víctimas y sus familiares. Mayores son las emociones, y más fuertes las sensaciones, cuando los ataques son contra mis hermanos, sin importar si es en un bus en Jerusalén, un centro comunitario en Buenos Aires, una discoteca en Tel Aviv, o un avión en Panamá.
Los atentados terroristas en Mumbai, India, la semana pasada, han mantenido al mundo entero en vilo. Todos hemos estado pendientes de los noticieros para enterarnos de los últimos detalles, de cómo 10 salvajes fundamentalistas han podido perpetrar ataques casi simultáneos en 4 ó 5 lugares diferentes, sembrando terror en una ciudad de 18 millones de habitantes con una pequeña presencia judía estimada en unas 4.500 almas. Y es que la escogencia del Jabad de Mumbai entre los objetivos terroristas no puede pasar desapercibida para nadie en este mundo, y menos para ningún judío ni nadie en nuestra comunidad.
Los terroristas usualmente buscan dos tipos de objetivos: aquellos donde pueden maximizar el número de muertes, y aquellos donde pueden magnificar el simbolismo del ataque, maximizando los efectos mediáticos de sus acciones. Por lo que he podido leer y escuchar en diversos medios de Estados Unidos e Israel, el ataque al Beit Jabad fue premeditado y planificado. Pero no lo fue por el potencial número de víctimas, ni porque el movimiento Jabad Lubavitch o la ortodoxia judía fueran objetivos específicos, sino por tratarse de un centro judío de proyección internacional. En otras palabras, algo a lo que ya estamos acostumbrados: el Beit Jabad de Mumbai fue atacado por la simple razón del ser un lugar judío que congrega judíos.
Como a Hitler, a los terroristas islámicos poco les importa si su víctima judía se identifica como reformista, conservadora, ortodoxa, ultra-ortodoxa, atea, agnóstica, o valemadrista; si reza tres veces al día añorando a Sión, si come chicharrón de cerdo en Iom Kippur, si tiene a sus hijos en la escuela María Auxiliadora, si es un haredí que no reconoce la validez de la existencia del Estado de Israel, o si es un sionista socialista cuyo sueño máximo es vivir en un kibutz en el Galil. A mi tripa y a mi corazón, cuando los lloro, tampoco les importa. Lo único importante, aunque por diferentes motivos, es que son judíos. El Rabino Gabriel Holzberg y su esposa Rivka Rosenberg murieron, junto con otros siete hermanos judíos, por el simple hecho de ser judíos. ¿Por qué Jabad? Porque allí estaba y era judío. Porque si lo que hubiese estado disponible para los terroristas hubiese sido un Templo reformista Bet-El, eso es lo que hubieran atacado. Como judíos, nosotros no podemos darnos el lujo de escoger sentir un dolor diferente en cada caso.
El Rabino Gabriel y Rivka Holzberg, el Rabino Leibish Teitelbaum, Benzion Chroman, Yocheved Orpaz, Norma Schwartzblatt-Rabinovich, y otros tres judíos aún no identificados murieron en el Beit Jabad de Mumbai por la simple razón de que eran judíos. Si su muerte es un acto de Kidush Hashem, no reconocerlo de esta manera es un acto de Jilul Hashem. Las reglas de la decencia, de eso que nuestros abuelos llamaban con orgullo “menschkait”, exigen que nos condolamos por sus muertes. Y que así lo hagamos saber. Zijronám Lebrajá.
© Eliécer Feinzaig
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