junio 13, 2005

La vida no nos pertenece

Ayer, como se habrán dado cuenta, fui a un funeral. He ido a muchos en mi vida, pero el de ayer fue una experiencia particularmente desgarradora. Para ser sincero, yo nunca fui muy cercano a D., pero le tengo gran cariño a su mamá y a su hermana, que está casada con uno de mis mejores amigos de la infancia. A su papá lo veo a menudo en la sinagoga.

D. murió de 42 años, yo tengo 40. D. tenía esposa y dos hijas, igual que yo. D. murió de un infarto. Cuando yo tenía 20 años y los triglicéridos por el cielo, el doctor me advirtió: si no te cuidás, yo te garantizo que no llegás a los 40 sin haber sufrido un infarto. No le hice caso. Después de todo, yo era joven, sin sobrepeso, no fumaba, y hacía deportes. Además, yo nunca había oído de nadie que se muriera del corazón tan joven.

Menos de dos meses después, el tío de 38 años de un gran amigo sufrió un infartazo, del cual se salvó –eso le dijeron los doctores – porque lo agarró despierto y se dio cuenta de lo que le pasaba. De haber sido media hora antes, cuando aún dormía, no estaría hoy en este mundo.

Quince días después, murió mi querido amigo Y., fulminado por un infarto masivo, a los 40 años de edad. Y. iba caminando por las calles de Jerusalén. Veinte años antes Y. había entrado por primera vez a Jerusalén, como miembro del escuadrón que la liberó. En esa batalla recibió varios balazos en su tórax, pero pudo más su deseo de ver a Jerusalén libre y reconstruida. Allí se quedó a vivir. Hasta que su corazón no pudo más.

Ese mismo día volví donde mi doctor. Me repitió la advertencia, y agregó: con la genética que heredaste, no podés correr ningún riesgo. Desde entonces he alternado períodos de controlar los triglicéridos y el colesterol con dieta (los menos), con períodos de controlarlos tomando medicinas. Pero de una u otra forma me he cuidado.

Sin embargo, no fue el parecido de mi situación con la de D. lo que me golpeó. La escena del funeral fue verdaderamente desgarradora. Las imágenes desfilan frente a mi retina en macabra sucesión. Su papá gritaba “I wanna go with my son”, y yo, que por cuestiones de mi religión que no viene al caso explicar aquí, estaba en otro sector del cementerio, lo escuchaba con aterradora precisión. La escena de la mamá de D. descompuesta en su silla de ruedas; la mirada hueca de la esposa, típica de quien no ha logrado asimilar lo sucedido; la hija mayor contenida por dos amiguitas; la cara desencajada y los ojos hinchados de mi amigo M., el cuñado de D.; la circunstancia de la muerte, en Honduras, solo, en un viaje de negocios; todo junto es suficiente para que hasta el más insensible saliera del cementerio sintiendo un profundo dolor en el pecho.

Los pensamientos brotan en mi mente a mil por hora. Los seres humanos estamos condicionados para “acompañar a nuestros mayores a su última morada”. Sin embargo, los chiquillos no están preparados para enterrar a sus padres tan jóvenes. Yo, que perdí a mi tata a mis 35 años, sé lo que es sentir un dolor inmesurable, y eso que yo era una persona madura y con una vida más o menos encaminada. Pero nada se puede comparar con el horror de enterrar a un hijo. I want to go with my son. Las palabras retumbarán en mis oídos por siempre.

1 comentarios:

Solentiname dijo...

Es impresionante pensar que algo tan doloroso como un funeral pueda ser tan beneficioso para la mente como rito de despedida. Yo no sporto a la gente que te dice "Tenés que ser fuerte" o "Animo" cuando uno está destruido por algo así. Es de los dolores de los que independientemente de todo, se viven y se sobreviven en absoluta soledad.

A la vez, es increíble que hoy uno pueda, a punta de ejercicio y dieta, evitar algunas tragedias tempranas. Uno dice "hoy hice trampa" y se ríe morboso. El cuerpo dice "Hoy te comiste un día de los que te quedaban" y se pone triste.