En Costa Rica, donde la división tradicional de roles entre los sexos muere muy lentamente, encontrarse un hombre haciendo las compras del supermercado es un evento, por decir lo mínimo, excepcional. Excluyo de entrada a los hombres solteros, viudos y divorciados sin novia ni empleada doméstica, ya que no les queda más que hacer sus propias compras (usualmente una botella de licor, un paquete de cigarrillos, papas tostadas y otros snacks, y uno que otro artículo de higiene personal y de limpieza). Excluyo también a los hombres casados o que se encuentran en algún tipo de relación y que simplemente acompañan a sus damas a hacer las compras, pero que no son compradores activos. No cuentan tampoco los homosexuales, para quienes habría que hacer un estudio aparte. Me refiero a los hombres como yo, casados y sin dudas “existenciales”, que por razones del destino ocasionalmente o a menudo hacemos las compras del supermercado para toda la familia. En mi caso, lo reconozco desde lo más obscuro de mi machista corazón, es una situación apenas ocasional. Tal vez sirva al lector saber que mi media naranja está de viaje y por esa razón en los últimos días me ha tocado ir de compras un par de veces.
Afirmo que es un evento excepcional porque mi estudio de campo así lo confirma. En primer lugar, como en el método científico, está la observación: fui a dos supermercados muy distintos (por marca, ubicación, y segmento social al que están dirigidos), y fueron poquísimos los machos solitarios observados con un carrito lleno de compras (excluyo al chavalillo de 19 años con el carrito lleno de birras y meneítos; obviamente tenía fiesta esa noche). El segundo paso del método científico: la medición. Se miden las reacciones de las representantes del “sexo convexo”, que para efectos del estudio supermercadológico se clasifican en varias categorías que a su vez se dividen en subcategorías menores. Así por ejemplo, tenemos a las compradoras y las demostradoras de productos. Entre las primeras, observamos a las jóvenes sin hijos, jóvenes con hijos, y mujeres “adultas mayores”. Excluimos a las mujeres de edad mediana, porque parecen transcurrir por la vida (o los pasillos del supermercado) sin importarles lo que sucede a su alrededor. Entre las demostradoras, claramente se distinguen las “mamis ricas” de los “pellejos que no venden ni una medicina a un enfermo”. Por supuesto, y en el no tan remoto chance de que mi adorada esposa lea esto, en mis dos viajes al supermercado no ví ninguna mami rica. That’s my story and I’m sticking to it!
Los empleados del supermercado son otra categoría cuya reacción es digna de observar. Aquí tenemos la división natural entre hombres y mujeres, y en cada categoría, tenemos que distinguir a los cajeros de los “trabajadores de campo”.
Con esto en mente, iniciemos el recorrido de este varón domado en el supermercado.
Pasillo 1: es mi favorito; ahí están los licores, cervezas y snacks, además de los artículos de mantenimiento automotriz. La concentración de testosterona es la más alta de todo el antro, en especial alrededor de la demostradora que, muy estratégicamente, se para frente al refri donde exhiben los jamones serranos y otras delicias importadas (que van muy bien con la cerveza y el vino), y ofrece probaditas de Bailey’s. Aunque a mi no se me hizo así, las reacciones de mis congéneres me dicen que se trata de una “mami rica”. No hace falta que abra la boca, con solo sonreír y levantar la mano con una micro copa de licor, van cayendo todos como moscas. Cuando me toca el turno, a punto ya de caer en la tentación, recuerdo que acabo de comer carne y las restricciones dietéticas me impiden ingerir productos lácteos hasta unas horas después. Con una sonrisa, que estoy seguro ha de haber salido falsa y tremendamente ridícula, me hago el que no me interesa probar la poción de amor que se me ofrece.
Pasillo 2: Artículos de costura, ganchos para la ropa, y otros artículos de similar naturaleza. Cuando entré a este carril con mi carrito, yo que no conozco la ubicación de los productos y por tanto he de recorrer todos los pasillos del supermercado para que no se me olvide nada de mi lista, caigo en cuenta que he sido el primer hombre en quince años en haber transitado esos metros de bien raíz. La reacción de la abuelita que me topo de frente al dar la vuelta e introducirme en el pasillo 2 me lo dice todo: asustada, recupera los reflejos de sus mejores años, y en un tris quita su carrito para evitar la inminente colisión. Su expresión me dice que está eternamente agradecida: ya puede morir tranquila porque – ahora si – en su vida lo ha visto todo. Recorro el pasillo pero no agrego nada a mi carrito.
Pasillo 3: Artículos de higiene personal y belleza. Ningún hombre que se precie de serlo se atreve a ingresar en este carril sin la respectiva compañía femenina. A mi, que necesito jabón y pasta de dientes, no me queda de otra. Bonito pasillo, tan bonito que termino poniendo en mi carrito pintura de uñas color fucsia y una cremita humectante que es maravillosa para las patas de gallo que se me empiezan a formar en la parte externa de los ojos. Al menos de eso me convencen las demostradoras que, me dicen otros que las vieron, son las más dignas y representativas integrantes de la categoría de “mamis ricas”. Ah, y tan aturdido quedé que compré de la pasta de dientes que el dentista me había ordenado evitar.
Pasillo 4: Salgo del pasillo 3 montado en una nube, y no me percato de lo que se exhibe en este pasillo. Noto, eso si, la sonrisa lastimera de una demostradora que, pobrecita, cae en la categoría de pellejo. Nada personal, pero ni siquiera me doy cuenta de qué ofrece.
Pasillo 5: Cereales de desayuno. En mi casa, mi esposa compra los que a ella le gustan, y yo como lo que hay. Casi siempre son cereales de esos que anuncian que reducen la cintura: Special K y otros por el estilo. Me debato entre aquello a lo que me tienen acostumbrado y lo que evoca felices recuerdos de la infancia. La decisión es fácil; pongo una caja de Froot Loops en el carrito. Al otro lado del pasillo, una mujer joven sin hijos suspira. De que no tiene hijos estoy seguro, su estómago plano y firme y la piel prístina alrededor de su ombligo revelan que nunca ha estado embarazada. Su mirada parece decir “qué partidazo. Mientras mi esposo anda en el gimnasio viendo culitos, este señor le lleva el cereal favorito a sus hijos”. La mujer se da cuenta de que soy un hombre de muchas entradas, y que conmigo no tiene chance. Mis entradas: dos en la frente que apuntan directo a la coronilla, entrado en carnes, y entrado en años.
Al final del pasillo, otra mujer joven agarra fuerte a sus hijos y les dice en voz baja: “no se me separen, que ese señor es un pederasta y usa los Froot Loops para atraer a los niños bonitos como ustedes”. Uno de los niños grita al verme pasar: “mami, ¿quez un pederazta?”
Pescadería: mi doctor dice que debo de comer más pescado y menos carne roja. Obediente, me voy de pesca. Termino comprando unos filetes del pescado que más hay en exhibición. Lo tiene todo a su favor: el empleado me asegura que les acaba de llegar y por eso es el más abundante, que está fresquito. Además, el nombre se me hace muy apropiado para un vago como yo: pargo. Al llegar a la casa y prepararlo me doy cuenta de que fui engañado, no estaba fresco y por eso era el más abundante. Eso me pasa por pargo.
Pasillo 6: transito por él sin ningún incidente digno de mencionar.
Pasillo 7: Salsas, condimentos, etc. Busco pero no encuentro el aceite de ajonjolí que tanto me gusta. Le pregunto a un empleado del supermercado, y me dice que ahí está, al final del pasillo a mano derecha, con los demás aceites. Sigo buscando infructuosamente. Una empleada del súper nota mi desesperación y me ofrece su ayuda. Le digo que busco aceite de ajonjolí, me toma de la mano, y me lleva al pasillo 6, donde lo tienen con los productos orientales.
Verdulería: Me detengo a ver y tocar los tomates, que no me tienen muy convencido. El verdulero se me acerca y me dice: “viera qué buenos están esos tomates”. “Pero están muy amarillos, verdiones”, le respondo. Se me acerca aún más y me dice casi susurrando: “tiene razón, es que los hombres casi siempre caen de majes. Allá en el estante del final hay unos mejores”. Es cierto. Los venden en bandejas de 6 unidades. Volteo a ver a todos lados, rompo el plástico, saco tres, y me voy como si nada.
Pasillo 8: Productos lácteos, panes, tortillas. Me vuelvo a encontrar de frente a la abuelita del pasillo 2. Esta vez va acompañada de otra roquita. Me ven, cuchichean, me vuelven a ver, sus ojos se cruzan en una mirada cómplice y simultáneamente emiten una risita controlada. O piensan que soy maracas, o no logro entender lo que piensan...
Finalmente me dirijo a la caja a pagar. La cajera no da crédito a sus ojos, un hombre no afeminado trae hasta pescado en su carrito. Sigue el protocolo de manera estricta y me pregunta: ¿tarjeta de cliente frecuente? La vez anterior me había tocado con un cajero hombre. Saltándose el protocolo, me dirige una mirada cómplice y me dice: ni le pregunto por la tarjeta de cliente frecuente.
Llego a la casa y la empleada, convertida en mi jefa desde que la verdadera no está, me dice: “don Otrova, se le olvidó el limpiador de cocina que le puse en la lista”. De pronto recuerdo lo que había en el pasillo 4. “Es que traje un producto mejor, es el del tarrito rosado que trae unos ojos en la etiqueta”. La etiqueta está en inglés; ella no sabe que lleva 4 días limpiando la cocina con crema humectante para las patas de gallo.
Sueños vívidos
Hace 2 días.
7 comentarios:
Otrova, al fin comprendo la maliciosa mirada que el personal del Mas por Menos me lanzó cada vez que iba a comprarle tampones a mi ex-prometida tica. ////// Pasillo 9: “electrónicos”, una chica inclasificable revisa los programas de computadora para blogs, la miro intensamente. Sole gira de súbito y me petrifica con un gesto de: y este maje ¿qué pretende? /////// ¿Será igual de efectiva para limpiar el horno la crema contra la celulitis?
ya salí yo rascando... (jejejejeje)
¿Inclasificable? ¿Quién? ¿Yo?
Leyendo estas aventuras y viendo que las mejores damitas estaban en el corredor de los cosméticos, solo me queda pensar que debió er un hombre el único al que se le pudo ocurrir poner mujeres bonitas a venderle cosas a mujeres cuando ya se sabe- entre mujeres- el odio que genera ver a una mujer más bonita que una. A esas les deben comprar solo los babosos que quedan viendo lucecitas cuando les ven las piernas...
Notamos un acto casi sociópata en vaciar la bandeja del tomate, pero de solo imaginarme la cara del obsesivo que no se de cuenta de que la bandeja fue violentada, me muero de la risa.
Finalmente, en esos días que ando de malas o no tengo ganas de nada, lo máximo es, desde la entrada, preguntarle a todos los empleados del super donde queda todo y que me lleven de la manita hasta mi salsa de tomate favorita, me lleven un carrito y luego a la caja. Casi como a un niño que viaja solito en avión por primera vez.
La humanidad evoluciona: hay hombres amos de casa, hay mujeres futbolistas.
Otrova Gomas descubre un nuevo pasatiempo y pronto volverá al super, solo.
Algo que me sacó chispas de asombro en los supermercados ticos, fue el doble sentido con que se comunicaban clientes y empleados: "Señora, me podría pesar los huevos?", "Caballero, aquí esta el queso en rodajas, quiere que además le corte en dos el chorizo?".
Eso me recuerda un chiste de la infancia:
Entra un homosexual al supermercado, y al llegar a la carnicería dice (en todo sumamente afeminado): Señor, ¿me regala medio metro de salchichón? El carnicero le responde: "¿Lo quiere entero o en rodajas?" Y el homosexual: "Ay, qué, ¿acaso me ve cara de alcancía?"
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